Nacer es poner una hoja en blanco y empezar de cero. Un firulete con el lápiz, un salto de felicidad cuando nos entregan nuestra casa, un brindis por el nuevo y perfecto trabajo conseguido, un respingo y mil lágrimas cuando venimos al mundo. ¿Situaciones incomparables? Bueno, tal vez por el hecho de que realmente sólo nacemos una vez y las demás no son sino metáforas sobre aquello que nos cambió la vida. Y no es para menos. Aunque suene contradictorio, el mejor nacimiento no se mide por el hecho que lo provoca sino por la bendición de que se repita, bajo cualquiera de sus formas: el nacimiento de una amistad, el de un proyecto, el de un amor. . .
Y tanta es la importancia que le damos a ese [re]nacer que no nos atrevemos a asegurar que pase todos los días, aunque sea de maneras más chiquitas, más cotidianas: el despertarse feliz en invierno y no tener que salir del abrigo suavecito de la cama, el descubrir que nos queda una hora más de lo que habíamos pensado para hacer lo que queramos, el pensar la felicidad del otro cuando abra el regalo que estuvimos días buscándole. Si todo esto nos resulta poco, entonces puede que siempre pensemos que nos falta demasiado.
Así que es mejor empezar de cero. De cero, feliz, renacido, y con la hoja en blanco.
Y tanta es la importancia que le damos a ese [re]nacer que no nos atrevemos a asegurar que pase todos los días, aunque sea de maneras más chiquitas, más cotidianas: el despertarse feliz en invierno y no tener que salir del abrigo suavecito de la cama, el descubrir que nos queda una hora más de lo que habíamos pensado para hacer lo que queramos, el pensar la felicidad del otro cuando abra el regalo que estuvimos días buscándole. Si todo esto nos resulta poco, entonces puede que siempre pensemos que nos falta demasiado.
Así que es mejor empezar de cero. De cero, feliz, renacido, y con la hoja en blanco.
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